Pascua. 4ª
Semana. Sábado
LA VIRTUD
DE LA ESPERANZA
— Esperanza
humana y virtud sobrenatural de
la esperanza. Certidumbre de
esta virtud. El Señor nos dará
siempre las gracias necesarias.
— Pecados
contra la esperanza: la
presunción y el desaliento.
— La Virgen,
Esperanza nuestra. Acudir a Ella
en los momentos más difíciles, y
siempre.
I. Leemos en
el Evangelio de la Misa estas
consoladoras palabras de Jesús:
Si pidiereis algo en mi
nombre yo lo haré1.
Y la Antífona de comunión recoge
otras no menos consoladoras
palabras del Señor: Padre,
éste es mi deseo: que los que me
confiaste estén conmigo donde yo
estoy y contemplen mi gloria2.
El mismo
Señor es nuestro intercesor en
el Cielo, y nos promete que todo
lo que le pidamos en su Nombre,
nos lo concederá. Pedir en su
Nombre significa en primer lugar
tener fe en su Resurrección y en
su misericordia; y significa
pedir aquello, humano o
sobrenatural, que conviene a
nuestra salvación, objetivo
fundamental de la virtud
cristiana de la esperanza, de la
misma vida del hombre.
Existe la
esperanza humana del labrador
cuando siembra, del marino que
emprende una travesía, del
comerciante cuando inicia un
negocio... Se pretende llegar a
un bien, a un fin humano: una
buena cosecha, llegar al puerto
al que se ha puesto rumbo, unas
buenas ganancias... Y existe la
esperanza cristiana, que es
esencialmente sobrenatural y,
por tanto, está muy por encima
del deseo humano de ser dichoso
y de la natural confianza en
Dios. Por esta virtud tendemos
hacia la vida eterna, hacia una
dicha sobrenatural, que no es
otra cosa que la posesión de
Dios: ver a Dios como Él mismo
se ve, amarle como Él se ama. Y
al tender hacia Dios lo hacemos
con los medios que Él nos ha
prometido, y que no nos faltarán
nunca si nosotros no los
rechazamos. El motivo
fundamental por el que esperamos
alcanzar este bien infinito es
que Dios nos da su mano, según
su misericordia y su infinito
amor, al que nosotros
correspondemos con nuestro
querer, aceptando con amor esa
mano que Él nos tiende3.
Con la virtud
de la esperanza, el cristiano no
tiene la seguridad de la
salvación –a no ser por una
gracia especialísima de Dios–,
pero sí tiende con certeza
hacia su fin, de modo semejante
a como, en el orden de las cosas
humanas, el que emprende un
viaje no tiene la certeza de
llegar al fin de su proyecto,
pero sí tiene la certidumbre de
ir bien encaminado y de llegar
si no abandona el camino. «La
seguridad de la esperanza
cristiana, no es, pues, la
certeza de la salvación, sino la
certidumbre absoluta de
que vamos hacia ella»4,
confiados en que Dios «nunca
manda lo imposible, pero nos
ordena hacer lo que podemos, y
pedir lo que no está en nuestra
mano hacer»5.
Enseña el
Magisterio de la Iglesia que
«todos deben tener firme
esperanza en la ayuda de Dios.
Porque si somos fieles a la
gracia, de la misma manera como
Dios ha comenzado en nosotros la
obra de nuestra salvación, la
llevará a cabo, obrando en
nosotros el querer y el obrar
(Flp 2, 13)»6.
El Señor no nos dejará si
nosotros no le dejamos, y nos
dará los medios necesarios para
salir adelante en toda
circunstancia y en todo tiempo y
lugar. Nos escuchará cada vez
que recurramos a Él con
humildad. Nos dará los medios
para buscar la santidad en
nuestro quehacer, en medio del
trabajo y en las condiciones que
rodean nuestra vida. Nos dará
más gracia si son mayores las
dificultades, y más fuerzas si
es mayor la debilidad.
II. «La
esperanza cristiana ha de ser
activa, evitando la
presunción; y debe ser firme
e invencible, para rechazar
el desaliento»7.
Existe la
presunción cuando se confía
más en las propias fuerzas que
en la ayuda de Dios y se olvida
la necesidad de la gracia para
toda obra buena que realicemos;
o bien cuando se espera de la
divina misericordia lo que Dios
no puede darnos por nuestra mala
disposición, como es el perdón
sin verdadero arrepentimiento, o
la vida eterna sin hacer ningún
esfuerzo para merecerla. No es
raro que de la presunción se
llegue pronto al desaliento,
cuando aparecen las pruebas y
las dificultades, como si ese
bien dificultoso, que es el
objeto de la esperanza, fuera
imposible de alcanzar. Este
desaliento conduce al pesimismo
primero y más tarde a la tibieza8,
que considera demasiado difícil
la tarea de la santificación
personal, apartándose de
cualquier esfuerzo.
La causa de
la desesperanza no son las
dificultades, sino la ausencia
de deseos sinceros de santidad y
de llegar al Cielo. Quien ama a
Dios y quiere amarlo aún más,
aprovecha las mismas
dificultades para manifestarle
que le ama y para crecer en las
virtudes. Viene la falta de
esperanza cuando se cae en el
aburguesamiento, en el
apegamiento a los bienes de la
tierra, a los que se considera
como los únicos verdaderos.
El tibio
llega al desaliento porque ha
perdido, por muchas negligencias
culpables, el objetivo de su
lucha por la santidad, por
conocer y amar más a Dios. Las
cosas materiales adquieren
entonces para él un valor de fin
absoluto en la práctica, aunque
quizá no en la teoría. Y «si
transformamos los proyectos
temporales en metas absolutas,
cancelando del horizonte la
morada eterna y el fin para el
que hemos sido creados –amar y
alabar al Señor, y poseerle
después en el Cielo–, los más
brillantes intentos se tornan en
traiciones, e incluso en
vehículo para envilecer a las
criaturas»9.
Debemos andar
por la vida con los objetivos
bien determinados, con la mirada
puesta en Dios, que es lo que
nos lleva a realizar con ilusión
nuestros quehaceres temporales,
costosos o no. Entonces
comprendemos que todos los
bienes terrenos (siendo bienes)
son relativos y deben estar
subordinados siempre a la vida
eterna y a lo que a ella se
refiere. El objetivo de la
esperanza cristiana trasciende,
de un modo absoluto, todo lo
terreno9.
Esta actitud
ante la vida, mantenedora de la
esperanza, supone una lucha
alegre diaria, porque la
tendencia de todo hombre, de
toda mujer, es hacer de esta
vida una ciudad permanente,
estando en realidad de paso. La
lucha interior bien definida en
la dirección espiritual, el
examen general diario, el
recomenzar una y otra vez,
con humildad, sin dar lugar al
desánimo, es la mejor garantía
para mantenernos firmes en la
esperanza. El Señor nos ha
prometido, según leemos en el
Evangelio de la Misa, que
siempre que acudamos en demanda
de ayuda nos atenderá.
III. Yo
soy la Madre del amor hermoso...
en mí está toda la esperanza de
vida y de virtud10,
son palabras que la Iglesia ha
puesto durante siglos en boca de
la Virgen.
La esperanza
fue la virtud peculiar de los
Patriarcas y de los Profetas, de
todos los israelitas piadosos
que vivieron y murieron con la
vista puesta en el Deseado de
las naciones11 y
en los bienes que su llegada al
mundo traería consigo,
contentándose con mirarlos de
lejos y saludarlos,
considerándose peregrinos y
huéspedes en esta tierra12.
Durante muchas generaciones esta
esperanza sostuvo al pueblo de
Israel en medio de incontables
tribulaciones y pruebas.
Con más
fuerza que los Patriarcas y los
Profetas y todos los hombres
justos se unió la Virgen
Santísima a este clamor de
esperanza y de deseo de la
pronta llegada del Mesías. Esta
esperanza era mayor en la Virgen
porque estaba confirmada en la
gracia y preservada, por tanto,
de toda presunción y de toda
falta de confianza en Dios. Ya
antes de la Anunciación, Santa
María profundizaba en las
Sagradas Escrituras como nunca
lo hizo inteligencia humana
alguna, y esta claridad en el
conocimiento de lo que habían
anunciado los Profetas fue
aumentando hasta llegar a la
plena confianza en que se
realizaría lo anunciado. Esta
esperanza fue creciendo como
crece la certeza «que tiene el
navegante, después de haber
tomado el rumbo conveniente, de
dirigirse efectivamente hacia el
término de su viaje, y que
aumenta a medida que se acerca»13.
María se
ejercitaba en la esperanza
cuando en su juventud deseaba
ardientemente la llegada del
Mesías; luego, cuando esperaba
que el secreto de la Concepción
virginal del Salvador se
manifestase a José, su esposo;
cuando se encontró en Belén sin
un lugar donde llegara el
Mesías; en su huida precipitada
a Egipto... Más tarde, cuando
todo parecía perdido en el
Calvario, Ella esperaba la
Resurrección gloriosa de su
Hijo... mientras el mundo estaba
sumido en la oscuridad. Ahora,
próxima ya la Ascensión de Jesús
a los cielos, se dispone a
sostener a la naciente Iglesia
en la difusión del Evangelio y
la conversión del mundo pagano.
A lo largo de
los siglos, el Señor ha querido
multiplicar las señales de su
asistencia misericordiosa y nos
ha dejado a María como faro
poderosísimo para que sepamos
orientarnos cuando estemos
perdidos, y siempre. «Si se
levantan los vientos de las
tentaciones, si tropiezas con
los escollos de la tentación,
mira a la estrella, llama a
María. Si te agitan las olas de
la soberbia, de la ambición o de
la envidia, mira a la estrella,
llama a María. Si la ira, la
avaricia o la impureza impelen
violentamente la nave de tu
alma, mira a María. Si turbado
con la memoria de tus pecados,
confuso ante la fealdad de tu
conciencia, temeroso ante la
idea del juicio, comienzas a
hundirte en la sima sin fondo de
la tristeza o en el abismo de la
desesperación, piensa en María.
»En los
peligros, en las angustias, en
las dudas, piensa en María,
invoca a María. No se aparte
María de tu boca, no se aparte
de tu corazón; y para conseguir
su ayuda intercesora no te
apartes tú de los ejemplos de su
virtud. No te descaminarás si la
sigues, no desesperarás si la
ruegas, no te perderás si en
Ella piensas. Si Ella te tiene
de su mano, no caerás; si te
protege, nada tendrás que temer;
no te fatigarás si es tu guía;
llegarás felizmente al puerto si
Ella te ampara»14.
1
Jn 14, 14. — 2 Jn
17, 24. — 3 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange,
Las tres edades de la vida
interior, Palabra, 2ª ed.,
Madrid 1975, vol. II, p. 738. —
4 Ibídem, p. 740.
— 5
San Agustín, Trat. de
la naturaleza y de la gracia,
43, 5. — 6
Conc. de Trento,
Decreto sobre la justificación,
cap. 13, Dz 806. — 7
R. Garrigou-Lagrange,
o. c., p. 741. — 8
Cfr. San
Josemaría Escrivá,
Camino, n. 988. — 9
Cfr. F.
Fernández-Carvajal, La
tibieza, Palabra, 5ª ed.,
Madrid 1985, p. 95. — 10
Cfr. Eclo 24, 24. — 11
Ag 2, 8. — 12
Heb 11, 13. — 13 P.
Garrigou-Lagrange,
La Madre del Salvador,
Rialp, Madrid 1976, p. 162. —
14 San
Bernardo, Hom. 2 sobre
el «missus est», 7. |