El Santo Rosario           

  María en la vida de la Iglesia y de cada cristiano

MARIA MEDIADORA DE TODAS LAS GRACIAS

Bienvenido a este sitio en honor a la Santísima Virgen María, Mediadora de todas las Gracias, que fue inaugurado en Internet el 28 de Junio de 2003, Solemnidad del Inmaculado Corazón de María.

La fiesta de María Mediadora de todas las Gracias la instituyó el Papa Benedicto XV en 1921; en ella se nos invita a recurrir siempre con confianza a esta mediación  de la Madre del Salvador, y se celebra el 7 de noviembre.

Concilio Vaticano II , Lumen Gentium, 61-62

Maternidad espiritual de María

61. La Santísima Virgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.

María, Mediadora

62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Santísima Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador.

Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado nuestro Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única. La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado: lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

 

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MARIA MEDIADORA 

 Audiencia General -  Miércoles 1 de octubre de 1997

PRESENCIA DE MARIA EN EL CONCILIO VATICANO II

 Audiencia General -  Miércoles 13 de diciembre de 1995

María Mediadora

1. Entre los títulos atribuidos a María en el culto de la Iglesia, el capítulo VIII de la Lumen gentium recuerda el de «Mediadora». Aunque algunos padres conciliares no compartían plenamente esa elección (cf. Acta Synodalia III, 8, 163-164), este apelativo fue incluido en la constitución dogmática sobre la Iglesia, confirmando el valor de la verdad que expresa. Ahora bien, se tuvo cuidado de no vincularlo a ninguna teología de la mediación, sino sólo de enumerarlo entre los demás títulos que se le reconocían a María.

Por lo demás, el texto conciliar ya refiere el contenido del título de «Mediadora» cuando afirma que María «continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna» (Lumen gentium, 62).

Como recuerdo en la encíclica Redemptoris Mater, «la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno que la distingue del de las demás criaturas» (n. 38).

Desde este punto de vista, es única en su género y singularmente eficaz.

2. El mismo Concilio quiso responder a las dificultades manifestadas por algunos padres conciliares sobre el término «Mediadora», afirmando que María «es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61). Recordemos que la mediación de María es cualificada fundamentalmente por su maternidad divina. Además, el reconocimiento de su función de mediadora está implícito en la expresión «Madre nuestra», que propone la doctrina de la mediación mariana, poniendo el énfasis en la maternidad. Por último, el título «Madre en el orden de la gracia» aclara que la Virgen coopera con Cristo en el renacimiento espiritual de la humanidad.

3. La mediación materna de María no hace sombra a la única y perfecta mediación de Cristo. En efecto, el Concilio, después de haberse referido a «María Mediadora», precisa a renglón seguido: «Lo cual, sin embargo, se entiende de tal manera que no quite ni añada nada a la dignidad y a la eficacia de Cristo, único Mediador» (ib., 62). Y cita, a este respecto, el conocido texto de la primera carta a Timoteo: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2,5-6).

El Concilio afirma, además, que «la misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia» (Lumen gentium, 60).

Así pues, lejos de ser un obstáculo al ejercicio de la única mediación de Cristo, María pone de relieve su fecundidad y su eficacia. «En efecto, todo el influjo de la santísima Virgen en la salvación de los hombres no tiene su origen en ninguna necesidad objetiva, sino en que Dios lo quiso así. Brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia» (ib.).

4. De Cristo deriva el valor de la mediación de María, y, por consiguiente, el influjo saludable de la santísima Virgen «favorece, y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo» (ib.).

La intrínseca orientación hacia Cristo de la acción de la «Mediadora» impulsa al Concilio a recomendar a los fieles que acudan a María «para que, apoyados en su protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador» (ib., 62).

Al proclamar a Cristo único Mediador (cf. 1 Tm 2,5-6), el texto de la carta de san Pablo a Timoteo excluye cualquier otra mediación paralela, pero no una mediación subordinada. En efecto, antes de subrayar la única y exclusiva mediación de Cristo, el autor recomienda «que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres» (1 Tm 2,1). ¿No son, acaso, las oraciones una forma de mediación? Más aún, según san Pablo, la única mediación de Cristo está destinada a promover otras mediaciones dependientes y ministeriales. Proclamando la unicidad de la de Cristo, el Apóstol tiende a excluir sólo cualquier mediación autónoma o en competencia, pero no otras formas compatibles con el valor infinito de la obra del Salvador.

5. Es posible participar en la mediación de Cristo en varios ámbitos de la obra de la salvación. La Lumen gentium, después de afirmar que «ninguna criatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor», explica que las criaturas pueden ejercer algunas formas de mediación en dependencia de Cristo. En efecto, asegura: «Así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversa manera tanto los ministros como el pueblo creyente, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente» (n. 62).

En esta voluntad de suscitar participaciones en la única mediación de Cristo se manifiesta el amor gratuito de Dios que quiere compartir lo que posee.

6. ¿Qué es, en verdad, la mediación materna de María sino un don del Padre a la humanidad? Por eso, el Concilio concluye: «La Iglesia no duda en atribuir a María esta misión subordinada, la experimenta sin cesar y la recomienda al corazón de sus fieles» (ib.).

María realiza su acción materna en continua dependencia de la mediación de Cristo y de él recibe todo lo que su corazón quiere dar a los hombres.

La Iglesia, en su peregrinación terrena, experimenta «continuamente» la eficacia de la acción de la «Madre en el orden de la gracia».

Presencia de María en el Concilio Vaticano II
 
1. Quisiera detenerme hoy a reflexionar sobre la presencia especial de la Madre de la Iglesia en un evento eclesial que es seguramente el más importante de nuestro siglo: el Concilio ecuménico Vaticano II, que inició el Papa Juan XXIII, la mañana del 11 de octubre de 1962, y concluyó Pablo VI el 8 de diciembre de 1965.
En efecto, la Asamblea conciliar se caracterizó, desde su convocación, por una singular dimensión mariana. Ya en la carta apostólica Celebrandi concilii oecumenici, mi venerado predecesor el siervo de Dios Juan XXIII había recomendado el recurrir a la poderosa intercesión de María, «Madre de la gracia y patrona celestial del Concilio»(20).
Posteriormente, en 1962, en la fiesta de la Purificación de María, el Papa Juan fijaba la apertura del Concilio para el 11 de octubre, explicando que había escogido esa fecha en recuerdo del gran Concilio de Éfeso, que precisamente en esa fecha había proclamado a María Theotókos, Madre de Dios(21). A la que es «Auxilio de los cristianos, Auxilio de los obispos», el Papa en el discurso de apertura encomendaba el Concilio mismo, implorando su asistencia maternal para la feliz realización de los trabajos conciliares(22).
A María dirigen expresamente su pensamiento también los padres del Concilio que, en el mensaje al mundo, durante la apertura de las sesiones conciliares, afirman: «Nosotros, sucesores de los Apóstoles, que formamos un solo cuerpo apostólico, nos hemos reunido aquí en oración unánime con María, Madre de Jesús»(23), vinculándose de este modo, en la comunión con María, a la Iglesia primitiva que esperaba la venida del Espíritu Santo (ver Hch 1,14).
 
2. En la segunda sesión del Concilio se propuso introducir el tratado sobre la bienaventurada Virgen María en la constitución sobre la Iglesia. Esta iniciativa, aunque fue recomendada expresamente por la Comisión teológica, suscitó diversidad de opiniones.
Algunos, considerándola insuficiente para poner de relieve la especialísima misión de la Madre de Jesús en la Iglesia, sostenían que sólo un documento separado podría expresar la dignidad, la preeminencia, la santidad excepcional y el papel singular de María en la redención realizada por su Hijo. Además, considerando a María, en cierto modo, por encima de la Iglesia, manifestaban el temor de que la opción de insertar la doctrina mariana en el tratado sobre la Iglesia no pusiese suficientemente de relieve los privilegios de María, reduciendo su función al nivel de los demás miembros de la Iglesia(24).
Otros, en cambio, se manifestaban a favor de la propuesta de la Comisión teológica, que trataba de incluir en un único documento la exposición doctrinal sobre María y sobre la Iglesia. Según estos últimos, dichas realidades no se podían separar en un Concilio que, poniéndose como meta el redescubrimiento de la identidad y de la misión del pueblo de Dios, debía mostrar su conexión íntima con la mujer que es modelo y ejemplo de la Iglesia en la virginidad y en la maternidad. Efectivamente, la Santísima Virgen, en su calidad de miembro eminente de la comunidad eclesial, ocupa un puesto especial en la doctrina de la Iglesia. Además, al poner el acento sobre el nexo entre María y la Iglesia, se hacía más comprensible a los cristianos de la Reforma la doctrina mariana propuesta por el Concilio(25).
Los padres conciliares, animados por el mismo amor a María, trataban así de privilegiar aspectos diversos de su figura, manifestando posiciones doctrinales diferentes. Unos contemplaban a María principalmente en su relación con Cristo; otros la consideraban más bien como miembro de la Iglesia.
 
3. Después de una confrontación densa de doctrina y atenta a la dignidad de la Madre de Dios y a su particular presencia en la vida de la Iglesia, se decidió insertar el tratado mariano en el documento conciliar sobre la Iglesia(26).
El nuevo esquema sobre la Santísima Virgen, elaborado para ser integrado en la constitución dogmática sobre la Iglesia, manifiesta un progreso doctrinal real. El acento puesto en la fe de María y una preocupación más sistemática por fundar la doctrina mariana en la Escritura constituyen elementos significativos y útiles para enriquecer la piedad y la consideración del pueblo cristiano hacia la bendita Madre de Dios.
Asimismo, con el paso del tiempo, los peligros de reduccionismo, que habían temido algunos padres, resultaron infundados: se reafirmaron ampliamente la misión y los privilegios de María; se puso de relieve su cooperación en el plan divino de salvación; y se manifestó de forma más evidente la armonía de esa cooperación con la única mediación de Cristo.
Además, por primera vez el magisterio conciliar proponía a la Iglesia una exposición doctrinal sobre el papel de María en la obra redentora de Cristo y en la vida de la Iglesia.
Por tanto, debemos considerar la opción de los padres conciliares una decisión verdaderamente providencial, que resultó ser muy fecunda para el trabajo doctrinal sucesivo.
 
4. En el curso de las sesiones conciliares muchos padres expresaron su deseo de enriquecer ulteriormente la doctrina mariana con otras afirmaciones sobre el papel de María en la obra de la salvación. El contexto particular en que se desarrolló el debate mariológico del Vaticano II no permitió acoger tales deseos, aun siendo consistentes y generalizados, pero, en su conjunto, la elaboración conciliar sobre María es vigorosa y equilibrada, y los mismos temas, sin estar plenamente definidos, consiguieron espacios significativos en el tratado global.
Así, las dudas de algunos padres ante el título de Mediadora no impidieron que el Concilio utilizara en una ocasión dicho título, y que afirmara en otros términos la función mediadora de María desde el consentimiento al anuncio del ángel hasta la maternidad en el orden de la gracia(27). Además, el Concilio afirma su cooperación «de manera totalmente singular» a la obra que restablece la vida sobrenatural de las almas(28). Finalmente, aunque evita utilizar el título de Madre de la Iglesia, el texto de la Lumen gentium subraya claramente la veneración de la Iglesia a María como Madre amantísima.
De toda la exposición del capítulo VIII de la constitución dogmática sobre la Iglesia resulta claro que las cautelas terminológicas no obstaculizaron la exposición de una doctrina de fondo muy rica y positiva, expresión de la fe y del amor a la mujer que la Iglesia reconoce Madre y modelo de su vida.
Por otra parte, los diferentes puntos de vista de los padres, que surgieron en el curso del debate conciliar, resultaron providenciales porque, fundiéndose en composición armónica, ofrecieron a la fe y a la devoción del pueblo cristiano una presentación más completa y equilibrada de la admirable identidad de la Madre del Señor y de su papel excepcional en la obra de la redención.
Encíclica "Redemptoris Mater"

CARTA ENCÍCLICA

REDEMPTORIS MATER

SOBRE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA EN LA VIDA DE LA IGLESIA PEREGRINA

JUAN PABLO II

El Santo Padre desarrolla muy ampliamente en la Encíclica Redemptoris Mater, la doctrina de la Mediación de María. Es verdad que ya el Concilio Vaticano II mencionó también el título «Mediadora» y habló de hecho de la Mediación de María (LG 60 y 62), pero este tema nunca se había expuesto hasta ahora en documentos magisteriales de forma tan amplia. La Encíclica no va de hecho más allá del Concilio, cuya terminología hace suya. Pero ahonda los planteamientos de éste y les da con ello nuevo peso para la teología y la piedad.
 

La Madre del Redentor y la Oración

TEXTOS PARA HACER  LECTURA ESPIRITUAL Y ORACIÓN 

CON LA MADRE DEL REDENTOR

EXTRAÍDOS DE LA CARTA ENCÍCLICA "REDEMPTORIS MATER"

Y DE LA CATEQUESIS SEMANAL DEL SANTO PADRE

La Mediación de María  
 

Ante todo quisiera aclarar brevemente los conceptos con los que el Papa delimita teológicamente la idea de la Mediación y previene contra malentendidos; sólo entonces se podrá comprender también convenientemente su intención positiva.

El Santo Padre subraya con mucha insistencia la Mediación de Jesucristo, pero esta unicidad no es exclusiva, sino inclusiva, es decir, posibilita formas de participación. Dicho de otro modo: la unicidad de Cristo no borra el «ser para los demás» y «con los demás de los hombres ante Dios»; en la comunión con Jesucristo, todos ellos pueden ser, de múltiples maneras, mediadores de Dios unos para otros. Éstos son hechos simples de nuestra experiencia cotidiana, pues nadie cree solo, todos vivimos, también en nuestra fe, de mediaciones humanas. Ninguna de ellas bastaría por sí misma para tender el puente hasta Dios, porque ningún ser humano puede asumir por su cuenta una garantía absoluta de la existencia de Dios y de su cercanía. Pero, en la comunión con aquel que es en persona dicha cercanía, los hombres pueden ser mediadores los unos para los otros, y de hecho lo son.

Con ello, primeramente, la posibilidad y frontera de la mediación queda delimitada de forma universal en la coordinación con Cristo. A partir de allí desarrolla el Papa su terminología. La Mediación de María se funda sobre la participación en la función Mediadora de Cristo; comparada con ésta, es un servicio en subordinación (n°. 38). Estos conceptos están tomados del Concilio, lo mismo que la siguiente frase: esta tarea fluye
«de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su Mediación, depende completamente de ella y de ella toma toda su eficacia» (n° 22; LG 60). La Mediación de María se realiza, por consiguiente, en forma de intercesión (n° 21).

Todo lo dicho hasta aquí vale para María lo mismo que para toda colaboración humana en la Mediación de Cristo. En todo ello, por tanto, la Mediación de María no se diferencia de la de otros seres humanos. Pero el Papa no se queda allí. Aun cuando la Mediación de María está en la línea de la colaboración creatural con la obra del redentor, es portadora, no obstante, del carácter de lo «extraordinario»; llega de manera singular más allá de la forma de mediación fundamentalmente posible para todo ser humano en la comunión de los santos. La encíclica desarrolla también esta idea en estrecha conexión con el texto bíblico.

El Papa pone de manifiesto una primera noción de la especial forma de Mediación de María en una detenida meditación del milagro de Caná, en el que la intervención de María hace que Cristo anticipe ya entonces en el signo su hora futura -como sucede continuamente en los signos de la Iglesia, en sus sacramentos-. La verdadera elaboración conceptual de lo especial de la Mediación Mariana tiene lugar después, principalmente en la tercera parte, de nuevo con una vinculación sublime de diferentes pasajes de la Escritura que en apariencia distan mucho entre sí, pero que precisamente juntos -¡la unidad de la Biblia!- generan una sorprendente luminosidad. La tesis fundamental del Papa dice así: el carácter único de la Mediación de María estriba en que es una Mediación Materna, ordenada al nacimiento continuo de Cristo en el mundo. Esa Mediación mantiene presente en el acontecer salvífico la dimensión femenina, que tiene en ella su centro permanente. Desde luego, no queda espacio alguno para eso allí donde la Iglesia sólo se entiende institucionalmente, en forma de actividades y decisiones mayoritarias. Ante esta ostensible sociologización del concepto de Iglesia, el Papa recuerda unas palabras de Pablo demasiado poco meditadas: «por (vosotros) sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4,19). La vida surge, no por el hacer, sino dando a luz, y exige, por tanto, dolores de parto. La «conciencia materna de la Iglesia primitiva», a la que el Papa hace referencia aquí, nos interesa precisamente hoy (n° 43).

Ahora bien, desde luego se puede preguntar: ¿cómo es que debemos ver esta dimensión femenina y materna de la Iglesia concretada para siempre en María? La encíclica desarrolla su respuesta con un pasaje de la Escritura que a primera vista parece decididamente contrario a toda veneración de María. A la mujer desconocida que, entusiasmada por la predicación de Jesús, había prorrumpido en una alabanza del cuerpo del que había nacido aquel hombre, el Señor le opone estas palabras: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28). Con ellas conecta el Santo Padre una palabra del Señor que va en la misma dirección: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen (Lc 8,20s.).

Sólo en apariencia nos encontramos aquí ante una declaración anti-mariana. En realidad, estos textos declaran dos nociones muy importantes. La primera es que, además del nacimiento físico único de Cristo, hay otra dimensión de la maternidad que puede y debe continuar. La segunda noción es que esta maternidad, que permite nacer continuamente a Cristo, se basa en la escucha, guarda y cumplimiento de la palabra de Jesús. Pero ahora bien, precisamente Lucas, de cuyo evangelio están tomados estos dos pasajes, caracteriza a María como la oyente arquetípica de la Palabra, la que lleva en sí la Palabra, la guarda y la hace madurar. Esto significa que, al transmitir estas palabras del Señor, Lucas no niega la veneración de María, sino que quiere conducirla precisamente a su verdadero fundamento. Indica que la maternidad de María no es sólo un acontecimiento biológico único; que, por tanto, ella fue, es y seguirá siendo madre con toda su persona. En Pentecostés, en el momento en que la Iglesia nace del Espíritu Santo, esto se hace concreto: María está en medio de la comunidad orante que, mediante la venida del Espíritu, se convierte en Iglesia. La correspondencia entre la encarnación de Jesús en Nazaret por la fuerza del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés no se puede pasar por alto. «La persona que une ambos momentos es María» (n° 24). En esta escena de Pentecostés, quisiera ver el Papa la imagen de nuestro tiempo, la imagen del año mariano, el signo de esperanza para nuestra hora (nº 33).

Lo que Lucas hace visible con alusiones entretejidas, el Santo Padre lo encuentra plenamente explicado en el evangelio de Juan: en las palabras del Crucificado a su madre y a Juan, el discípulo amado. Las palabras «Ahí tienes a tu madre» y «Mujer, ahí tienes a tu hijo» han fecundado desde siempre la reflexión de los intérpretes sobre el cometido especial de María en la Iglesia y para la Iglesia; con razón son el centro de toda meditación mariológica. El Santo Padre las entiende como el testamento de Cristo pronunciado desde la cruz. Allí, en el interior del misterio pascual, María es entregada al ser humano como Madre. Aparece una nueva Maternidad de María que es fruto del nuevo amor madurado a los pies de la cruz (n°. 23). Queda así visible la «dimensión mariana en la vida de los discípulos de Cristo... no sólo de Juan... sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano». «La maternidad de María, que se convierte en la herencia del hombre, es un regalo que Cristo hace personalmente a cada ser humano» (n°. 45).

El Santo Padre da aquí una explicación muy sutil de la palabra con la que el evangelio cierra la escena: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27). Ésta es la traducción a la que estamos habituados; pero la profundidad del acontecimiento -así lo acentúa el Papa- sólo se pone de manifiesto cuando traducimos de forma totalmente literal. Entonces el texto dice, en realidad: él la acogió dentro de lo suyo. Para el Santo Padre, esto significa una relación absolutamente personal entre el discípulo -todo discípulo- y María, un dejar entrar a María hasta lo más íntimo de la propia vida intelectual y espiritual, un entregarse a su existencia femenina y materna, un confiarse recíproco que se convierte continuamente en camino para el nacimiento de Cristo, que realiza en el hombre la configuración con Cristo. Así, no obstante, el cometido mariano arroja luz sobre la figura de la mujer en general, sobre la dimensión de lo femenino y el cometido especial de la mujer en la Iglesia (nº 46).

Con este pasaje se agrupan en adelante todos los textos de la Escritura que se entretejen en la encíclica hasta formar un tejido unitario. Pues el evangelista Juan, tanto en el episodio de Caná, como en el relato de la cruz, llama a María, no por su nombre, ni «madre», sino con el título «mujer». La conexión con Gn 3 y Ap 12, con el signo de la «mujer», queda así establecida desde el texto, y, sin duda, en Juan tras esta denominación está la intención de elevar a María, como «la mujer» en general, al plano de lo universalmente válido y de lo simbólico (13). El relato de la crucifixión se convierte así simultáneamente en interpretación de la Historia, en la referencia al signo de la mujer que, de forma materna, toma parte en la lucha contra los poderes de la negación y en este punto es signo de la esperanza (n° 24 y n° 47). Todo lo que se sigue de estos textos, la encíclica lo resume en una frase del credo de Pablo VI: «Creemos que la santísima Madre de Dios, la nueva Eva, Madre de la Iglesia, prolonga en el cielo su tarea materna en favor de los miembros de Cristo, cooperando en el nacimiento y fomento de la vida divina en las almas de los redimidos» (nº 47).

Cardenal Joseph Ratzinger
María, Iglesia naciente
Ed. Encuentro, Madrid 1999, pp. 39-44

(13) Acerca del debate exegético moderno sobre Jn 19,26s cf. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium III, Friburgo de Brisgovia 6 1992, pp. 321-328; R. E. Brown, K. P. Donfried, J. A. Fitzmyer, J. Reumann, Mary in the New Testament, Filadelfia - Nueva York 1978, pp. 206-218 [tr. esp. María en el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1982]; N. M. Flanagan, •Mary in the Theology of John"s Gospel•, Mar. 40 (1978) 110-120.

 
La Co-redención de María

 
En el hermoso capitulo conclusivo de la Constitución Conciliar Lumen gentium sobre la Iglesia dedicado a la Virgen María, leemos: «Así también la Beata Virgen participó en la peregrinación de la fe y sirvió fielmente su unión con el Hijo hasta Cruz, donde estaba, no sin un proyecto divino, (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Primogénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio, amorosamente conforme con la inmolación de la víctima que generó; y, al final, por el mismo Jesús moribundo en la cruz, fue ofrecida cual madre al discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo (cf. Jn 19, 26 - 27)» (n. 58).

Estas palabras de gran intensidad, son el eco de una larga tradición auténtica del Magisterio. La Madre del hijo de Dios hecho hombre y consagrada, debajo de la Cruz, Madre de su Cuerpo Místico. Posteriormente será proclamada Madre de la Iglesia por Pablo VI. Este título ilumina el sentido de la «íntima unión» de María con la Iglesia, en la cual ocupa «de manera eminente y singular» el «primer lugar» (cf. n. 63). Es en su persona que la Iglesia ha alcanzado aquella perfección que la vuelve sin manchas ni arruga (cf. Ef 5, 27). Ella representa el modelo - typus - de la Iglesia. Hay que considerar que María no está fuera de la Iglesia, sino que es su miembro eminente y ejemplar, además de ejercer una función materna sobre la Iglesia. El misterio de la Iglesia y el misterio de María se incluyen y se iluminan recíprocamente.

¿Cómo explicarlo? El Concilio, después de recordar las palabras del Apóstol (1 Tim 2, 5 - 6): «Dios es único y único también es el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre, que en el tiempo fijado dio el testimonio; se entregó para rescatar a todos», y agrega que «la función materna de María hacia los hombres, de ninguna manera oscurece o disminuye esta única mediación de Cristo, sino que enseña su eficacia» (n. 60).

La vida de gracia, participación a la vida divina, existe en principio y en la plenitud de Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, para ser comunicada a su Cuerpo que es la Iglesia. Con esta comunicación, Cristo atrae a la Iglesia y, a cada uno de sus miembros, para asimilarlos a Él, para conformarse con Él y para participar al don de sí mismo para el Padre, a través del cual salvó la humanidad. Único mediador: el don de sí mismo es total e infinitamente suficiente para la salvación del mundo. Que nos hace partícipes de Su Iglesia, esto es un signo de su amor y de la profundidad de la unión en la que lo introduce. Como cada vida, la vida de la gracia es fecunda, trae su fruto en abundancia. Se realiza aquí una ley, tanto para la Iglesia como para María, en proporción a sus singulares privilegios.

El texto del Concilio que hemos citado lo hace resaltar con fuerza: Bajo la Cruz, María sufre profundamente con su Unigénito; se asocia con ánimo materno a su sacrificio; aceptando amorosamente la inmolación de la víctima que ella generó: ¿qué es lo que significan estas afirmaciones que indican que María tuvo una parte activa en el misterio de la Pasión y en la obra Redentora?

El mismo Concilio precisa: la Madre del divino Redentor fue «generosamente asociada a su obra, con un título absolutamente único»: «(...) sufriendo con su Hijo, el agonizante en la Cruz, Ella colaboró de manera totalmente especial a la obra del Salvador, con obediencia, con la fe, la esperanza y la ardiente caridad, para restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por esto, Ella se convirtió para nosotros en la Madre en el orden de la gracia» (n. 61).

«Después de su asunción en el cielo, no ha interrumpido esta función salvífica, sino que, con su múltiple intercesión, sigue ofreciéndonos los dones a nosotros, asegurándonos nuestra salvación eterna».

Por esta razón María «es invocada por la Iglesia con los títulos de abogada, auxiliadora, socorredora, mediadora» (n. 62).

¿Podemos agregar al título de mediadora el de co- Redentora? A luz de lo expuesto, la respuesta es afirmativa. En efecto, el mismo Concilio, para evitar cualquier interpretación falsa, agrega que el empleo de estos títulos es legítimo sólo a condición que sea entendido «de tal manera que nada sea detraído o añadido a la dignidad y a la eficacia de Cristo, único mediador» (ibid).

Se notará que este título de co-Redentora no aparece en el texto Conciliar. Se puede pensar que esta ausencia querida, obedecía a una motivación ecuménica. El uso del término necesitaba de ulteriores reflexiones .

Es verdad que, si el término de co-Redención tenía que evocar una yuxtaposición y una adición a la obra Redentora del Salvador, tenía que ser rechazado vigorosamente. Es en cuanto predestinada, suscitada, contenida en el sacrificio Redentor de Cristo, de manera subordinada, participante, en total dependencia de Él que se entiende la co-Redención de María bajo la Cruz, así como Ella está plenamente compenetrada de la intercesión del Hijo en la gloria, su mediación de intercesión hacia el cielo.

El Concilio ha enunciado el principio que, interpretando una intuición de la fe, norma toda la reflexión teológica en este campo: «Cada saludable influencia de la Beata Virgen hacia los hombres no nace de una necesidad objetiva, sino de una disposición puramente gratuita de Dios, y brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo; por lo tanto se funde sobre la mediación de éstos, de ésta depende en absoluto y alcanza toda su eficacia, no impidiendo mínimamente la unión inmediata de los creyentes con Cristo, sino facilitandola» (n.60).

A la luz de este principio, comprendemos en que sentido María, a titulo único, es co-Redentora y como de manera proporcional la Iglesia es también co-Redentora. Comprendemos, además, en qué sentido la vocación de todos los bautizados a la santidad, nos lleva a participar en el misterio de la salvación. Cada una de estas participaciones es como una Epifanía de la fecundidad de la Cruz de Jesús.

Prof. Georges Cottier,
teólogo de la Casa Pontificia, Roma

 

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