¡Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo,
infinitos dilectionis thesauros [479] , tesoros inagotables de
amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la
evidencia de que Dios nos ama –de que no sólo escucha nuestras
oraciones, sino que se nos adelanta–, nos basta seguir el mismo
razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó,
sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos
dará con El todas las cosas? [480] .
La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte –de
pecador y rebelde– en siervo bueno y fiel [481] . Y la fuente de
todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha
revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los
hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima
Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es
decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la
Palabra de Dios es Verbum spirans amorem, la Palabra de la que
procede el Amor [482] .
El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de
Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la
Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los
soldados abrió a Jesús el costado con una lanza, y al instante
salió sangre y agua [483] . Agua y sangre de Jesús que nos hablan
de una entrega realizada hasta el último extremo, hasta el
consummatum est [484] , el todo está consumado, por amor.
En la fiesta de hoy, al considerar una vez más los misterios
centrales de nuestra fe, nos maravillamos de cómo las realidades
más hondas –ese amor de Dios Padre que entrega a su Hijo, y ese
amor del Hijo que le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota– se
traducen en gestos muy cercanos a los hombres. Dios no se dirige a
nosotros con actitud de poder y de dominio, se acerca a nosotros,
tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres [485] .
Jesús jamás se muestra lejano o altanero, aunque en sus años de
predicación le veremos a veces disgustado, porque le duele la
maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en
seguida que su enfado y su ira nacen del amor: son una invitación
más para sacarnos de la infidelidad y del pecado. ¿Quiero yo acaso
la muerte del impío, dice el Señor, Yavé, y no más bien que se
convierta de su mal camino y viva? [486] . Esas palabras nos
explican toda la vida de Cristo, y nos hacen comprender por qué se
ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un
Corazón como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y
testimonio constante del misterio inenarrable de la caridad
divina.
Conocer el Corazón de Cristo Jesús
No puedo dejar de confiaros algo, que constituye para mí motivo de
pena y de estímulo para la acción: pensar en los hombres que aún
no conocen a Cristo, que no barruntan todavía la profundidad de la
dicha que nos espera en los cielos, y que van por la tierra como
ciegos persiguiendo una alegría de la que ignoran su verdadero
nombre, o perdiéndose por caminos que les alejan de la auténtica
felicidad. Qué bien se entiende lo que debió sentir el Apóstol
Pablo aquella noche en la ciudad de Tróade cuando, entre sueños,
tuvo una visión: un varón macedonio se le puso delante, rogándole:
pasa a Macedonia y ayúdanos. Acabada la visión, al instante
buscaron –Pablo y Timoteo– cómo pasar a Macedonia, seguros de que
Dios los llamada para predicar el Evangelio a aquellas gentes
[487] .
¿No sentís también vosotros que Dios nos llama, que –a través de
todo lo que sucede a nuestro alrededor– nos empuja a proclamar la
buena nueva de la venida de Jesús? Pero a veces los cristianos
empequeñecemos nuestra vocación, caemos en la superficialidad,
perdemos el tiempo en disputas y rencillas. O, lo que es peor aún,
no faltan quienes se escandalizan falsamente ante el modo empleado
por otros para vivir ciertos aspectos de la fe o determinadas
devociones y, en lugar de abrir ellos camino esforzándose por
vivirlas de la manera que consideran recta, se dedican a destruir
y a criticar. Ciertamente puede surgir, y surgen de hecho,
deficiencias en la vida de los cristianos. Pero lo importante no
somos nosotros y nuestras miserias: el único que vale es El,
Jesús. Es de Cristo de quien hemos de hablar, y no de nosotros
mismos.
Las reflexiones que acabo de hacer, están provocadas por algunos
comentarios sobre una supuesta crisis en la devoción al Sagrado
Corazón de Jesús. No hay tal crisis; la verdadera devoción ha sido
y es actualmente una actitud viva, llena de sentido humano y de
sentido sobrenatural. Sus frutos han sido y siguen siendo frutos
sabrosos de conversión, de entrega, de cumplimiento de la voluntad
de Dios, de penetración amorosa en los misterios de la Redención.
Cosa bien diversa, en cambio, son las manifestaciones de ese
sentimentalismo ineficaz, ayuno de doctrina, con empacho de
pietismo. Tampoco a mí me gustan las imágenes relamidas, esas
figuras del Sagrado Corazón que no pueden inspirar devoción
ninguna, a personas con sentido común y con sentido sobrenatural
de cristiano. Pero no es una muestra de buena lógica convertir
unos abusos prácticos, que acaban desapareciendo solos, en un
problema doctrinal, teológico.
Si hay crisis, se trata de crisis en el corazón de los hombres,
que no aciertan –por miopía, por egoísmo, por estrechez de miras–
a vislumbrar el insondable amor de Cristo Señor Nuestro. La
liturgia de la santa Iglesia, desde que se instituyó la fiesta de
hoy, ha sabido ofrecer el alimento de la verdadera piedad,
recogiendo como lectura para la misa un texto de San Pablo, en el
que se nos propone todo un programa de vida contemplativa
–conocimiento y amor, oración y vida–, que empieza con esta
devoción al Corazón de Jesús. Dios mismo, por boca del Apóstol,
nos invita a andar por ese camino: que Cristo habite por la fe en
vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad,
podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y la
grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer
también aquel amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento,
para que os llenéis de toda la plenitud de Dios [488] .
La plenitud de Dios se nos revela y se nos da en Cristo, en el
amor de Cristo, en el Corazón de Cristo. Porque es el Corazón de
Aquel en quien habita toda la plenitud de la divinidad
corporalmente [489] . Por eso, si se pierde de vista este gran
designio de Dios –la corriente de amor instaurada en el mundo por
la Encarnación, por la Redención y por la Pentecostés–, no se
comprenderán las delicadezas del Corazón del Señor.
La verdadera devoción al Corazón de Cristo
Tengamos presente toda la riqueza que se encierra en estas
palabras: Sagrado Corazón de Jesús. Cuando hablamos de corazón
humano no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda
la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo
de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas
Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el
corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y
el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las
acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con
lenguaje nuestro.
Al corazón pertenecen la alegría: que se alegre mi corazón en tu
socorro [490] ; el arrepentimiento: mi corazón es como cera que se
derrite dentro de mi pecho [491] ; la alabanza a Dios: de mi
corazón brota un canto hermoso [492] ; la decisión para oír al
Señor: está dispuesto mi corazón [493] ; la vela amorosa: yo
duermo, pero mi corazón vigila [494] . Y también la duda y el
temor: no se turbe vuestro corazón, creed en mí [495] .
El corazón no sólo siente; también sabe y entiende. La ley de Dios
es recibida en el corazón [496] , y en él permanece escrita [497]
. Añade también la Escritura: de la abundancia del corazón habla
la boca [498] . El Señor echó en cara a unos escribas: ¿por qué
pensáis mal en vuestros corazones? [499] . Y, para resumir todos
los pecados que el hombre puede cometer, dijo: del corazón salen
los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones,
hurtos, falsos testimonios, blasfemias [500] .
Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata
de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se
habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó
el mismo Jesucristo, se dirige toda ella –alma y cuerpo– a lo que
considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará
también tu corazón [501] .
Por eso al tratar ahora del Corazón de Jesús, ponemos de
manifiesto la certidumbre del amor de Dios y la verdad de su
entrega a nosotros. Al recomendar la devoción a ese Sagrado
Corazón, estamos recomendando que debemos dirigirnos íntegramente
–con todo lo que somos: nuestra alma, nuestros sentimientos,
nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones,
nuestros trabajos y nuestras alegrías– a todo Jesús.
En esto se concreta la verdadera devoción al Corazón de Jesús: en
conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos, y en mirar a Jesús
y acudir a El, que nos anima, nos enseña, nos guía. No cabe en
esta devoción más superficialidad que la del hombre que, no siendo
íntegramente humano, no acierta a percibir la realidad de Dios
encarnado.
Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de Amor por los
hombres, es una respuesta elocuente –sobran las palabras– a la
pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto
los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se
entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos. ¿Quién
no amará su Corazón tan herido?, preguntaba ante eso un alma
contemplativa. Y seguía preguntando: ¿quién no devolverá amor por
amor? ¿Quién no abrazará un Corazón tan puro? Nosotros, que somos
de carne, pagaremos amor por amor, abrazaremos a nuestro herido,
al que los impíos atravesaron manos y pies, el costado y el
Corazón. Pidamos que se digne ligar nuestro corazón con el vínculo
de su amor y herirlo con una lanza, porque es aún duro e
impenitente [502] .
Son pensamientos, afectos, conversaciones que las almas enamoradas
han dedicado a Jesús desde siempre. Pero, para entender ese
lenguaje, para saber de verdad lo que es el corazón humano y el
Corazón de Cristo y el amor de Dios, hace falta fe y hace falta
humildad. Con fe y humildad nos dejó San Agustín unas palabras
universalmente famosas: nos has creado, Señor, para ser tuyos, y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti [503] .
Cuando se descuida la humildad, el hombre pretende apropiarse de
Dios, pero no de esa manera divina, que el mismo Cristo ha hecho
posible, diciendo tomad y comed, porque esto es mi cuerpo [504] :
sino intentando reducir la grandeza divina a los limites humanos.
La razón, esa razón fría y ciega que no es la inteligencia que
procede de la fe, ni tampoco la inteligencia recta de la criatura
capaz de gustar y amar las cosas, se convierte en la sinrazón de
quien lo somete todo a sus pobres experiencias habituales, que
empequeñecen la verdad sobrehumana, que recubren el corazón del
hombre con una costra insensible a las mociones del Espíritu
Santo. La pobre inteligencia nuestra estaría perdida, si no fuera
por el poder misericordioso de Dios que rompe las fronteras de
nuestra miseria: os dará un corazón nuevo y os revestiré de un
nuevo espíritu; os quitaré vuestro corazón de piedra y os daré en
su lugar un corazón de carne [505] . Y el alma recobra la luz y se
llena de gozo, ante las promesas de la Escritura Santa.
Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción [506] , declaró
Dios por boca del profeta Jeremías. La liturgia aplica esas
palabras a Jesús, porque en El se nos manifiesta con toda claridad
que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a
echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a
salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la
alegría. Si reconocemos esta maravillosa relación del Señor con
sus hijos, se cambiarán necesariamente nuestros corazones, y nos
haremos cargo de que ante nuestros ojos se abre un panorama
absolutamente nuevo, lleno de relieve, de hondura y de luz.
Llevar a los demás el amor de Cristo
Pero fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os
daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un
corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón
para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la
tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y
quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al
Padre, y el Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de
repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo,
tampoco podremos ser divinos.
El amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es
verdadero, nos ayuda a saborear el amor divino. Así entrevemos el
amor con que gozaremos de Dios y el que mediará entre nosotros,
allá en el cielo, cuando el Señor sea todo en todas las cosas
[507] . Ese comenzar a entender lo que es el amor divino nos
empujará a manifestarnos habitualmente más compasivos, más
generosos, más entregados.
Hemos de dar lo que recibimos, enseñar lo que aprendemos; hacer
partícipes a los demás –sin engreimiento, con sencillez– de ese
conocimiento del amor de Cristo. Al realizar cada uno vuestro
trabajo, al ejercer vuestra profesión en la sociedad, podéis y
debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de servicio. El
trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en
cuenta los adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una
gran función, útil siempre a la humanidad entera, si nos mueve la
generosidad, no el egoísmo, el bien de todos, no el provecho
propio: si está lleno de sentido cristiano de la vida.
Con ocasión de esa labor, en la misma trama de las relaciones
humanas, habéis de mostrar la caridad de Cristo y sus resultados
concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz.
Como Cristo pasó haciendo el bien [508] por todos los caminos de
Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia, de la
sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional
ordinario, de la cultura y del descanso, tenéis que desarrollar
también una gran siembra de paz. Será la mejor prueba de que a
vuestro corazón ha llegado el reino de Dios: nosotros conocemos
haber sido trasladados de la muerte a la vida –escribe el Apóstol
San Juan– en que amamos a los hermanos [509] .
Pero nadie vive ese amor, si no se forma en la escuela del Corazón
de Jesús. Sólo si miramos y contemplamos el Corazón de Cristo,
conseguiremos que el nuestro se libere del odio y de la
indiferencia; solamente así sabremos reaccionar de modo cristiano
ante los sufrimientos ajenos, ante el dolor.
Recordad la escena que nos cuenta San Lucas, cuando Cristo andaba
cerca de la ciudad de Naím [510] . Jesús ve la congoja de aquellas
personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber
pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se
va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una
mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo.
El evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se
conmovería también exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No
era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace
del amor, ni se goza en separar a los hijos de los padres: supera
la muerte para dar la vida, para que estén cerca los se quieren,
exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha
de informar la auténtica existencia cristiana.
Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada
ante el milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca.
Pero el Señor no actúa artificialmente, para realizar un gesto: se
siente sencillamente afectado por el sufrimiento de aquella mujer,
y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le
dijo: no llores [511] . Que es como darle a entender: no quiero
verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo
y la paz. Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de
Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de su alma, manifestación
evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre.
Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como
algunos, que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa
no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el
resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los
demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin
alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño,
calor humano. Con esto no doy pie a falsas teorías, que son
tristes excusas para desviar los corazónes –apartándolos de Dios–,
y llevarlos a malas ocasiones y a la perdición.
En la fiesta de hoy hemos de pedir al Señor que nos conceda un
corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las
criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos
que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo,
el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás
consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más
tarde amargura y desesperación.
Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un
amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad.
Así entenderemos por qué el Señor decidió resumir toda la Ley en
ese doble mandamiento, que es en realidad un mandamiento solo: el
amor a Dios y el amor al prójimo, con todo nuestro corazón [512] .
Quizá penséis ahora que a veces los cristianos –no los otros: tú y
yo– nos olvidamos de las aplicaciones más elementales de ese
deber. Quizá penséis en tantas injusticias que no se remedian, en
los abusos que no son corregidos, en situaciones de discriminación
que se trasmiten de una generación a otra, sin que se ponga en
camino una solución desde la raíz.
No puedo, ni tengo por qué, proponeros la forma concreta de
resolver esos problemas. Pero, como sacerdote de Cristo, es deber
mío recordaros lo que la Escritura Santa dice. Meditad en la
escena del juicio, que el mismo Jesús ha descrito: apartaos de mí,
malditos, e id al fuego eterno, que ha sido preparado para el
diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer;
tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me
recibisteis; desnudo, y no me cubristeis; enfermo y encarcelado, y
no me visitasteis [513] .
Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o
las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un
hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo.
Los cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la
hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones
y, por tanto, con un lógico pluralismo–, han de coincidir en el
idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su
cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un
disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres.
La paz de Cristo
Pero he de proponeros además otra consideración: que hemos de
luchar sin desmayo por obrar el bien, precisamente porque sabemos
que es difícil que los hombres nos decidamos seriamente a
ejercitar la justicia, y es mucho lo que falta para que la
convivencia terrena esté inspirada por el amor, y no por el odio o
la indiferencia. No se nos oculta tampoco que, aunque consigamos
llegar a una razonable distribución de los bienes y a una
armoniosa organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de
la enfermedad, el de la incomprensión o el de la soledad, el de la
muerte de las personas que amamos, el de la experiencia de la
propia limitación.
Ante esas pesadumbres, el cristiano sólo tiene una respuesta
auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz,
Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su Corazón, que
una lanza abrió por amor a todos. Nuestro Señor abomina de las
injusticias, y condena al que las comete. Pero, como respeta la
libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro
Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque
–después del pecado original– forma parte de la condición humana.
Sin embargo, su Corazón lleno de Amor por los hombres le hizo
cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro
sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y
sed de justicia.
La enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de
consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de
aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de
toda vida humana. No os puedo ocultar –con alegría, porque siempre
he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está
Cristo, el Amor– que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi
vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar. En otras
ocasiones, he sentido que crecía mi disgusto ante la injusticia y
el mal. Y he paladeado la desazón de ver que no podía hacer nada,
que –a pesar de mis deseos y de mis esfuerzos– no conseguía
mejorar aquellas inicuas situaciones.
Cuando os hablo de dolor, no os hablo sólo de teorías, ni me
limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros
que, si –ante la realidad del sufrimiento– sentís alguna vez que
vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del
Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser
santificadas, si vivimos unidos a la Cruz.
Porque las tribulaciones nuestras, cristianamente vividas, se
convierten en reparación, en desagravio, en participación en el
destino y en la vida de Jesús, que voluntariamente experimentó por
Amor a los hombres toda la gama del dolor, todo tipo de tormentos.
Nació, vivió y murió pobre; fue atacado, insultado, difamado,
calumniado y condenado injustamente; conoció la traición y el
abandono de los discípulos; experimentó la soledad y las amarguras
del castigo y de la muerte. Ahora mismo Cristo sigue sufriendo en
sus miembros, en la humanidad entera que puebla la tierra, y de la
que el es Cabeza, y Primogénito, y Redentor.
El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque
nos cueste entenderla. También, como Hombre, le costó a Jesucristo
soportarla: Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se
haga mi voluntad, sino la tuya [514] . En esta tensión de suplicio
y de aceptación de la voluntad del Padre, Jesús va a la muerte
serenamente, perdonando a los que le crucifican.
Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo
tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido
la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de
Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la
satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese
amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por
todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de
alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar
–lucha de paz– contra el mal, contra la injusticia, contra el
pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la
definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de
Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres.
Evocábamos antes los sucesos de Naím. Podríamos citar ahora otros,
porque los Evangelios están llenos de escenas semejantes. Esos
relatos han removido y seguirán removiendo siempre los corazones
de las criaturas: ya que no entrañan sólo el gesto sincero de un
hombre que se compadece de sus semejantes, porque presentan
esencialmente la revelación de la caridad inmensa del Señor. El
Corazón de Jesús es el Corazón de Dios encarnado, del Emmanuel,
Dios con nosotros.
La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido [515] . De
ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida. ¡Cómo
no recordar aquí, aunque sea de pasada, los sacramentos, a través
de los cuales Dios obra en nosotros y nos hace participes de la
fuerza redentora de Cristo? ¿Cómo no recordar con agradecimiento
particular el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el Santo
Sacrificio del Calvario y su constante renovación incruenta en
nuestra Misa? Jesús que se nos entrega como alimento: porque
Jesucristo viene a nosotros, todo ha cambiado, y en nuestro ser se
manifiestan fuerzas –la ayuda del Espíritu Santo– que llenan el
alma, que informan nuestras acciones, nuestro modo de pensar y de
sentir. El Corazón de Cristo es paz para el cristiano.
El fundamento de la entrega que el Señor nos pide, no se concreta
sólo en nuestros deseos ni en nuestras fuerzas, tantas veces
cortos o impotentes: primeramente se apoya en las gracias que nos
ha logrado el Amor del Corazón de Dios hecho Hombre. Por eso
podemos y debemos perseverar en nuestra vida interior de hijos del
Padre Nuestro que está en los cielos, sin dar cabida al desánimo
ni al desaliento. Me gusta hacer considerar cómo el cristiano, en
su existencia ordinaria y corriente, en los detalles más
sencillos, en las circunstancias normales de su jornada habitual,
pone en ejercicio la fe, la esperanza y la caridad, porque allí
reposa la esencia de la conducta de un alma que cuenta con el
auxilio divino; y que, en la práctica de esas virtudes teologales,
encuentra la alegría, la fuerza y la serenidad.
Estos son los frutos de la paz de Cristo, de la paz que nos trae
su Corazón Sacratísimo. Porque –digámoslo una vez más– el amor de
Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino,
del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo,
el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un
Corazón humano.
No es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe,
sin advertir la limitación de nuestra inteligencia y las grandezas
de la Revelación. Pero, aunque no podamos abarcar esas verdades,
aunque nuestra razón se pasme ante ellas, humilde y firmemente las
creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de Cristo, que son
así. Que el Amor, en el seno la Trinidad, se derrama sobre todos
los hombres por el amor del Corazón de Jesús.
Vivir en el Corazón de Jesús, unirse a él estrechamente es, por
tanto, convertirnos en morada de Dios. El que me ama será amado
por mi Padre [516] , nos anunció el Señor. Y Cristo y el Padre, en
el Espíritu Santo, vienen al alma y hacen en ella su morada [517]
.
Cuando –aunque sea sólo un poco– comprendemos esos fundamentos,
nuestra manera de ser cambia. Tenemos hambre de Dios, y hacemos
nuestras las palabras del Salmo: Dios mío, te busco solícito,
sedienta de ti está mi alma, mi carne te desea, como tierra árida,
sin agua [518] . Y Jesús, que ha fomentado nuestras ansias, sale a
nuestro encuentro y nos dice: si alguno tiene sed, venga a mí y
beba [519] . Nos ofrece su Corazón, para que encontremos allí
nuestro descanso y nuestra fortaleza. Si aceptamos su llamada,
comprobaremos que sus palabras son verdaderas: y aumentará nuestra
hambre y nuestra sed, hasta desear que Dios establezca en nuestro
corazón el lugar de su reposo, y que no aparte de nosotros su
calor y su luz.
Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?,
fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué he de querer sino que
arda? [520] . Nos hemos asomado un poco al fuego del Amor de Dios;
dejemos que su impulso mueva nuestras vidas, sintamos la ilusión
de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo
a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la
paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad. Un cristiano
que viva unido al Corazón de Jesús no puede tener otras metas: la
paz en la sociedad, la paz en la Iglesia, la paz en la propia
alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su
reino.
María, Regina pacis, reina de la paz, porque tuviste fe y creíste
que se cumpliría el anuncio del Angel, ayúdanos a crecer en la fe,
a ser firmes en la esperanza, a profundizar en el Amor. Porque eso
es lo que quiere hoy de nosotros tu Hijo, al mostrarnos su
Sacratísimo Corazón.
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[479] Oración de la misa del Sagrado Corazón.
[480] Rom VIII, 32.
[481] Cfr. Mt XXV, 21.
[482] S. Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 43, a. 5 (citando a S.
Agustín, De Trinitate, IX, 10).
[483] Ioh XIX, 34.
[484] Ioh XIX, 30.
[485] Phil II, 7.
[486] Ez XVIII, 23.
[487] Act XVI, 9-10.
[488] Eph III, 17-19.
[489] Col II, 9.
[490] Ps XII, 6.
[491] Ps XXI, 15.
[492] Ps XLIV, 2.
[493] Ps LVI, 8.
[494] Cant V, 2.
[495] Ioh XIV, 1.
[496] Cfr. Ps XXXIX, 9.
[497] Cfr. Prv VII, 3.
[498] Mt XII, 34.
[499] Mt IX, 4.
[500] Mt XV, 19.
[501] Mt VI, 21.
[502] S. Buenaventura, Vitis mystica, 3, 11 (PL 184, 643).
[503] S. Agustín, Confessiones, 1, 1, 1 (PL 32, 661).
[504] 1 Cor XI, 24.
[505] Ez XXXVI, 26.
[506] Ier XXIX, 11.
[507] 1 Cor XV, 28.
[508] Act X, 38.
[509] 1 Ioh III, 14.
[510] Lc VII, 11-17.
[511] Lc VII, 13.
[512] Cfr. Mt XXII, 40.
[513] Mt XXV, 41-43.
[514] Lc XXII, 42.
[515] Himno de Visperas de la Fiesta.
[516] Ioh XIV, 21.
[517] Cfr. Ioh XIV, 23.
[518] Cfr. Ps LXII, 2 (recogido en Laudes de la fiesta de hoy).
[519] Ioh VII, 37.
[520] Lc XII, 49 (recogida en la antífona Ad Magníficat de las I
Vísperas).